sábado, 11 de julio de 2009

tus manos


Extiende tus manos,
coge las mías.
Apriétalas toda tu vida.

Abre los ojos,
mira los míos.
Entra en mi mundo,
quédate conmigo.

Abre tu cuerpo,
acércalo al mío,
dame calor
en este invierno tan frío.

(Tus Manos, Basi Mendoza)

miércoles, 8 de julio de 2009

Der Kuss (el beso)


Emilie se frotaba ansiosamente la mejilla derecha como solía hacer cuando se encontraba nerviosa o excitada. Observaba de nuevo el cuadro. El hombre, perdido en el beso, ausente, anónimo. La mujer diluida también en ese acto de unión sin tiempo. Ambos rodeados de un marco refulgente, inmersos luego en un espacio indeterminado. Cada vez que miraba la pintura, reconocía en el amante a su propio padre; en la dama, a ella misma. No podía sustraerse, intuía algo incierto en esa imagen recreada, en ese momento inadecuado; se sentía así, subyugada, inerme, y a la vez protegida, confiada entre las grandes manos de él, mientras lo agarraba fuertemente con las suyas y se dejaba llevar, con los ojos cerrados. El beso no era impúdico. Esa excusa casi siempre solía funcionar, la sosegaba y la devolvía a su frágil equilibrio. Al fin y al cabo la mujer recibía el ósculo en la mejilla, no en los labios. Bien podría ser el beso de un amigo y no de un amante. O de alguien muy cercano, de un familiar, de un benefactor, sí; pero no necesariamente de un amante. Los besos de los amantes no son castos; al menos no los besos de amantes que ella había recibido hasta entonces, ansiosos, líquidos, demasiado urgentes para su gusto.
Le había costado mucho llegar a ser la coordinadora de conservación y restauración de la Österreichische Nationalgalerie de Viena. Había heredado de sus progenitores los rasgos mediterráneos, el cabello azabache, la mirada intensa y el gesto cálido, por eso la creyeron incapaz de completar aquella carrera, larga y complicada, al menos de terminarla por la vía tradicional. Hubo de recluirse detrás de unas gafas de gruesos cristales que no le hacían falta, de un corte de pelo masculino y desaliñado, de una indumentaria rectilínea y aburrida hasta la mojigatería y de unos ademanes poco amables. Aún así, sus compañeros pensaron que había obtenido sus excelentes calificaciones en modo horizontal, lejos de las aulas y la biblioteca, de los libros y los apuntes, cerca de alguno de los docentes de mayor rango como el maduro e influyente decano, que no le quitaba ojo de encima en el hemiciclo, incluso cuando ella comenzó a vestirse a lo garçon. A ella el respetable cincuentón no dejaba de parecerle atractivo, pero prefirió concentrarse en sus interminables horas de estudio, en los cientos de libros de arte que buscó, intercambió, y devoró, en el proceso de sublimación de su resuelta pasión por Klimt. Esa obsesión casi enfermiza por el pintor comenzó con este mismo cuadro. Contaría cuatro o cinco años la primera vez que su padre se lo mostró, los dos solos en el reducido apartamento, mientras le acariciaba la mejilla después de depositar allí un beso silencioso, muy cercano. No era más que una fotografía de pequeño formato aparecida en una revista especializada en arte, apenas media hoja, pero el papel satinado y los fieles colores de la reproducción llamaron su atención en seguida. Sus tiernos ojos convirtieron aquella escena en algo único, en un momento íntimo e irrepetible que ella había tenido la fortuna de poder contemplar junto a su padre y gracias sólo a él. La sedujo el mosaico dorado de los ropajes, con su intrincado mapa de figuras y motivos geométricos, y las manchas de rojo, como ramilletes de amapolas, casi como gotas de sangre, que adornaban la túnica de la mujer y el frondoso suelo. En aquel primer contacto ni siquiera reparó en el fondo marrón de breves destellos, tan distante del resto de la escena, ni tampoco en el vacío, a la derecha, del que los pies de la pequeña dama parecían colgar. Podía notar la presión impaciente de la mano de su padre, tan próxima a su regazo. Tan suave.
Algunos recuerdos bien podían ser incluso inventados, o adulterados por una imaginación dúctil y vulnerable. Sabía sin embargo que su nombre, Emilie, era el mismo que el de la que fue amante de Klimt durante casi toda su vida, lo que había sido voluntad ineludible y requisito expreso de su progenitor; y que si hubiera sido chico, se hubiera llamado, obviamente, Gustav. Sabía también que su padre, un sardo emigrado a la península, había sido un admirador incondicional del pintor. Incondicional también del casino y de las casas de apuestas, donde se esfumaba junto con su salario recién cobrado, ausentándose durante días, para regresar sólo cuando necesitaba comer o dormir. Había detalles que recordaba por sí misma, como el semblante autoritario pero evasivo de su padre; los rasgos definidos y viriles propios de los insulares, las manos grandes y fuertes que la asían firmemente cuando sus pies perdían el suelo, mientras cerraba los ojos a la espera del tan ansiado beso que la reconfirmaba en su papel extraordinario de hija única e insustituible. Muchas veces ante la clara desaprobación de su madre que con una mirada resignada, o torcida, intentaba interponerse entre ambos. Su desaparición por tanto no fue algo inesperado, pero sí se prolongó más de lo que estaban acostumbradas a soportar, entre otras cosas porque a esas alturas del mes, ya no quedaba dinero para gastar y pensaron que él no podía andar muy lejos. Un caluroso y húmedo día de finales de junio, dos semanas después de su cumpleaños, tras una breve tormenta que apenas había calado en el exterior, Emilie le esperaba sentada en el patio, como había hecho el día previo y el anterior, anticipando su llegada con los ojos cerrados: vestida de dorado, sobre un manto de hierba, al borde del abismo al que nunca sucumbiría porque él la sujetaría con fuerza. Siempre que tenía ensoñaciones, se estremecía, podía sentir sus sólidos brazos alrededor y los labios cálidos y temblorosos sobre su mejilla delicada, acto que sellaría de nuevo y para siempre la alianza en la que su madre desde luego no tenía cabida. Pasaron de nuevo el mediodía y la tarde, abrasadas por un sol impío, y tuvo que subir a cenar, pero él no apareció. En el apartamento se respiraba un nerviosismo creciente porque la pelea de días atrás había sido inusualmente violenta, con gritos y amenazas en las que se mencionaba su nombre. La pasta aquel día era casi un puré, una masa homogénea mezclada con el parmesano desmenuzado, pero ninguna de las dos reparó demasiado en la comida, anticipando lo inevitable. Llegó la tarde y siguió esperando, ahora ya junto a la verja que daba paso al patio, para estar un poco más cerca de la calle por donde él solía bajar, por donde tenía que bajar, pero tampoco apareció. Cayó la noche, densa e inmóvil, y decidieron dormir las dos en la misma cama, por temor a hacerlo separadas esa primera vez, evitando rozarse porque el calor podía más que el deseo de rellenar ese vacío. Siguió esperando varios días, ya a ratos, junto a la verja. Hasta que las jornadas se hicieron más breves y el aire más respirable y las noches más frescas. Pero nadie vino. Creyó distinguir varias veces su gorra de celador, con el trenzado frontal sobre la visera, y su traje oscuro casi militar, de botones de metal brillante; pero resultaron ser siempre rostros ajenos, brazos extraños que no la iban a sostener, labios que no la iban a besar como si fuera el fin del mundo porque no sabrían reconocerla. Fue su madre, quien se empeñó en difuminar la memoria de aquella época, con relatos progresivamente menos aderezados sobre un viaje para requerir una improbable herencia en ultramar, de un pariente del que nunca antes se había oído hablar, y anunciando mes tras mes un regreso inminente que nunca aconteció, hasta que se cansó de repetirlos y Emilie de escucharlos. La portera y algunas vecinas del edificio sin embargo murmuraron durante mucho tiempo sobre una bella lolita, excesivamente joven, recién llegada al barrio desde la capital, y también acerca de un sardo vividor y desapegado, aficionado a jugar en el límite de la decencia y demasiado apuesto para una pequeña ciudad de provincias, demasiado maschio para una mujer débil y avejentada prematuramente por un exceso de soledades. Pero la princesita esquiva y consentida negó el abandono y el olvido, y eligió la versión casi épica del padre viajero. Lo imaginaba regresando vestido como un galán de cine en technicolor, al volante de un deportivo blanco, en una tranquila tarde de verano, como aquella que no conseguía olvidar, pero con un sol más amable y una brisa del Adriático fresca y levemente húmeda, que ella siente en su rostro mientras él conduce velozmente hacia el puerto, con el brazo rodeándola por detrás del cuello y acariciando lentamente su cabello, su mejilla, como solía hacer cuando estaban solos; escapando los dos del apartamento y de la triste mujer, alejándose para siempre de Rávena, de ese mundo pequeño y previsible, y poniendo a su alcance más, mucho más; el mar, su risa de nuevo, los besos, las caricias, y más allá, Venecia y una nueva vida, ilusiones para despertar del letargo, para no volver a separarse ya más.
Lo único a lo que pudo agarrarse a medida que fue creciendo, especialmente tras la muerte de su madre, fueron unos cuantos recuerdos puntuales, unas pocas cartas en las que no se hacía referencia alguna a su íntimo pacto. Entre sus escasas pertenencias estaban los libros de arte que había ido acumulando hasta que se trasladó a vivir a Viena, y una lámina de 'El Beso', con una breve dedicatoria posterior: "Un beso de silencio para una nena muy especial", con trazos poco hábiles pero rotundos. Un regalo de su padre, el día de ese último cumpleaños, una reproducción que simulaba un óleo, casi a tamaño real, dentro de una orla dorada, de un brillo débil y plástico. Ahora estaba desvaída, sin marco y con las esquinas visiblemente deterioradas, pero era todavía el vínculo más real que conservaba a su infancia, a su padre, a lo que era. Parecía imitar y delimitar aquel período. El abrazo, la incertidumbre, ella misma, la entrega, la solidez de unas raíces doradas que se dejan caer sobre tierra firme.
Había planeado el cambio durante meses, puede incluso que durante años, porque podía recordar cómo ya en la universidad, en su pequeña habitación compartida, soñaba con poseer ese lienzo; no era más que una fantasía, un sueño de ojos abiertos, que le producía un vago malestar y al tiempo le aceleraba el pulso y le removía algo muy adentro, por debajo del vientre, un cosquilleo que le erizaba la piel y fatigaba su respiración. Según pasaban los años esa fantasía fue adquiriendo una especial relevancia. Los besos de los chicos que fue conociendo no eran el beso ni de lejos; el recuerdo de aquellos besos paternos siempre se colaban en sus ensoñaciones, en sus encuentros, incluso en los momentos más íntimos; de pronto sentía cansancio, o desasosiego, o indiferencia y era incapaz de continuar. Tenía que salir corriendo a su cuarto diminuto de y esperar a que su compañera se marchara para masturbarse con urgencia, delante de la lámina de Klimt, volviendo a repasar una vez más cada ángulo consabido, cada detalle memorizado del cuadro, de la escena repetida una y mil veces, y así era muy fácil, unos breves movimientos de sus dedos ágiles y alcanzaba el orgasmo en unos instantes, entre sollozos contenidos, cerrando los ojos y deseando que todo acabara allí. Luego se llevaba la mano a la cara, anhelando un contacto que no llegaba, y se frotaba la mejilla derecha hasta casi enrojecer.
Su primer trabajo como marchante de arte en Florencia la fue acercando progresivamente a su objeto de deseo. Viena cada vez estaba más próxima; y el museo, y con él, el beso. Le había llevado poco tiempo ganarse la confianza de Herr Gehrer, el director del museo, de hecho menos incluso de lo que ella esperaba; sólo unos meses después de que fuera contratada como su asistente personal, él mismo la designó coordinadora de restauración y conservación, su mano derecha. Entró directamente a trabajar con él y lo consiguió por méritos propios, si bien se había preocupado de adornar el currículo con una fotografía de medio cuerpo en la que se apreciaba ya su belleza recuperada tras años de máscaras y sombras. Segunda en jerarquía dentro de la galería nacional, le resultó fácil trabar una cierta amistad con los celadores nocturnos, que la introdujeron en los recovecos y circuitos de seguridad. Todos los dispositivos de vigilancia se controlaban desde un ordenador cuya clave poseía Herr Gehrer, es decir ella misma, cuando él se debía a sus continuos compromisos sociales y profesionales fuera de la ciudad. De este modo, pudo conocer a fondo el museo, sus salas y recintos, y familiarizarse con la compleja infraestructura que protegía el edificio y las obras que en él se contenían. Un gran número de ellas permanecían guardadas en los dos niveles de sótanos, por falta de espacio hábil hasta que se completara la ampliación del museo. Fue así como encontró la reproducción de 'El Beso' firmada por Hans-Dieter Kleine, discípulo eminente de Klimt y primer custodio de su obra. El lienzo era tan sorprendentemente fiel a los trazados de la obra original que incluso a ella le costaba diferenciar ambas. Las pinceladas habían sido cuidadosamente depositadas sobre el lienzo crudo y encolado, capa tras capa, durante largas jornadas de trabajo, meses probablemente. El negro e irregular contrapunto en el mosaico de la capa, el pan de oro que envolvía a los dos protagonistas, los breves destellos sobre el fondo evanescente, el oscuro cabello del hombre y el caoba de la mujer, el rojo de los labios… era un trabajo tan minucioso que sin duda Kleine debía haber idolatrado a Klimt con igual desvelo, aunque faltaba algo. No sabía precisar exactamente qué, pero carecía del halo que la había hechizado desde que recibió aquella primera lámina el día de su cumpleaños: algo quizá en los labios de ella, un breve rictus en los extremos que no sugería entrega, silencio, sino indiferencia, un cierto rechazo incluso. Ella no era la mujer, y él, desde luego, no era el hombre, eran sólo dos remedos, dos copias casi perfectas, pero vacuas, adimensionales. No eran el fruto de una creación original sino de la presunción, de la impostura. Era ésta una percepción subjetiva, ya que ninguno de sus colegas logró distinguirlas en las sucesivas pruebas de reconocimiento a las que sometió la reproducción para verificar la fiabilidad de su pequeño hallazgo. Ni siquiera el propio Herr Gehrer acertó a descubrir el engaño cuando meses atrás, durante el proceso de restauración de la obra en el taller de conservación, hizo pasar durante unas pocas horas a la copia por el original. Todo ello ayudó a que se lanzase, que planeara en un estado de gran excitación el momento preciso para efectuar el canje definitivo y quizás se había precipitado. Podía haberse demorado más, en realidad no tenía ninguna prisa. Habría intimado más a fondo con los guardas que custodiaban las salas capitulares del museo y se habría asegurado el tiempo necesario para hacer desaparecer cualquier indicio del engaño. Se confió, le pareció todo tan sencillo y su venerado icono tan próximo, que decidió adelantar el momento del cambio unas semanas, aprovechando que el director se encontraba desde hacía unos días en Suiza. Saberse en posesión de la obra, poder acariciarla en la intimidad, volver a sentir el cosquilleo que le erizaba la piel, rememorar esos otros besos, tan anhelados, tan detestados, sería suficiente para ella. Sería más aún, como recuperar una parte de aquello que le había sido negado. Sería como devolverse fragmentos de una infancia arrebatada, proyectos inacabados, pero intactos. Le pertenecía, era su derecho, su privilegio y su cárcel.
Y ahora, cuando contemplaba por vez última el lienzo, el tiempo efectivamente apenas pesaba y las alarmas, que se habían vuelto a activar, resonaban muy lejos. Sabía que nunca había estado más cerca de su propio deseo. Se le revelaba de golpe, casi doloroso el ritual incontables veces rememorado; otras tantas ejecutado en placer solitario, para sentirse luego desierta, repudiada, y buscar de nuevo la salvación en brazos ajenos, en labios ansiosos e ignorantes. Escapar y repetir de nuevo el ciclo, una vez y otra más. Cada momento de desasosiego, un instante de frustración, cada noche, siempre por la noche, una muerte leve, un pequeño desaparecer, y una efímera redención con cada amanecer. Por fuera una mujer de hielo. Por dentro una niña huérfana, sin laureado protector, sin consuelo. Tendría que volver a ser para poder limpiarse, para sanar ese dolor que le quemaba. Sus pies desnudos reposaban sobre la piedra fría, que le devolvía su propio reflejo. Sus aureolas se oscurecieron y un escalofrío la recorrió entera. En el exterior, muy lejos, se oían sirenas, gente. Delante de ella, unos centímetros por debajo de la línea de su pubis azabache, la firma ya confusa a sus ojos de niña del aborrecido imitador. La puerta de la estancia se abrió y el aire se agitó a su alrededor, pero Emilie no se volvió, estremecida mientras palpaba la mejilla de la dama, luego la suya propia. Una vez y otra más.

miércoles, 20 de mayo de 2009

el legado de las palabras


Yo soy el pájaro / dijo un pájaro
hasta que el gato lo cazó al vuelo
y lo exhibió como un trofeo

yo soy un pájaro / rectificó el pájaro
pero a esta altura la humildad no le sirvió de nada

(Avicultura, Mario Benedetti)
[Paseo de los Toros, 1920 - Montevideo, 2009]

martes, 19 de mayo de 2009

Hay otras ciudades, pero están en esta


A una distancia razonable del bullicio premeditado del centro se perfilan otras historias, vidas de gente corriente que no siempre discurren paralelas a la tuya propia. Algo más allá del río de asfalto, detrás de un puente que ni siquiera sabías que existía, saliendo de una boca de metro que parecía mucho más lejana, ahí hierve otra ciudad. Más calles, más coches, más gente y edificios; aceras y pavimentos en obras para asemejarse aún más a la foto promocional de la gran vía o  paseo central adornado de árboles centenarios. Aquí nunca arraigarán robles o hayas de gruesos troncos porque nosotros no podremos verlos. Serán acacias o cerezos que alguien olvidó regar y que crecerán por tanto endebles y taciturnos. De pronto te sorprenderá un trozo de verde entre la marea gris, una construcción elegante que alguien debió pensar con dedicación, un puesto de flores al cuidado de un ausente, un patio interior al que inesperadamente llega la luz de un sábado por la mañana, un hogar apacible donde un gatito se entretiene y ronronea... Y sientes que la ciudad se te ha hecho pequeña, que vivías engañado entre cuatro calles y unas cuantas estaciones de suburbano que parecían un mundo entero, pero que no eran más que un teatrillo donde se representan ensayos de la vida que otra gente vive en otras ciudades, que están en esta.

sombra de ayer