martes, 5 de enero de 2010

Parecido razonable



La niña cruza la plaza con los pies descalzos. Mira hacia la izquierda, donde debiera estar la iglesia. Ésta se encuentra sin embargo a su derecha, justo donde tendría que hallarse el río. Tal vez es el río el que ha cambiado de lugar. No puede recordarlo, se siente desorientada. Ignora de dónde procede, así que sigue caminando en línea recta. La iglesia habría de estar a su izquierda, de eso está segura. Apenas puede recorrer en su memoria el espacio que la rodea para intentar definir sus límites. No sin esfuerzo, puede discernir algún sonido, un susurro, un incierto olor a cera quemada.
Los faroles la deslumbran, sus luces son en exceso brillantes para ser sólo unas lamparillas callejeras cuya función es acotar los contornos de la plaza, dejando los espacios entre ellas en sombra. Pero todo lo que alcanza a contemplar está perfectamente iluminado. Nada se encuentra en penumbra o a media luz. Excepto el espacio detrás de las farolas, que es oscuro y denso. A medida que se aproxima hacia ellas, se achatan, hasta quedar casi a ras de suelo. No puede ver nada porque la luz es ahora demasiado intensa y el calor la sofoca y aturde. Los sonidos se acrecientan, los susurros se han convertido en murmullos y éstos en voces. Sigue caminando.
Las voces se oyen con mayor cercanía pero no comprende lo que dicen, pues se mezclan y confunden. Gira a su izquierda y cruza el pequeño puente de madera para dirigirse hacia las luces más alejadas. La construcción tiembla como si su estructura fuera frágil y quebradiza, traicionando la solidez aparente de sus gruesos troncos. La balaustrada que parecía sólida y áspera se estremece al contacto de su mano y es rugosa, pero no araña su piel. La bóveda de árboles sobre el puente pierde volumen y espesura. Las luces están ahora muy cerca y las voces también. Se siente desvanecer levemente, las piernas tardan en responder y sus pasos son indecisos, temblorosos.
Puede imaginar su propio reflejo en la oscuridad detrás de los faroles en los que arden innumerables velas. La noche semeja un cristal nítido e indescifrable. Ella no es más que una figura diminuta y solitaria en la gran plaza; el vestido estampado en tonos tristes, el pelo ondulado, de un dorado sucio, cayendo libremente sobre el rostro y los hombros. Cree mirarse a los ojos en su propio reflejo, pero son otros ojos los que la persiguen y escrutan mientras avanza. Voces que ahora sí le gritan, que por fin distingue: vamos, habla, di algo, te has quedado muda?
Qué pretenden que haga? Qué quieren que diga? Desea regresar y refugiarse tras la cortina, pesada e impenetrable como la noche, que oculta la entrada por la que accedió al escenario. Esconderse allí y esperar a que las voces se diluyan y todo vuelva a quedar en silencio.

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sombra de ayer