lunes, 6 de diciembre de 2010

Me acuerdo(s)


Me acuerdo de la frase tantas veces pronunciada y nunca atendida: “Mamá, me aburro…”
Me acuerdo de la vieja taza de porcelana blanca, de difícil reborde oscuro, con un pequeño desconchón negro en la base, en que mi abuela me servía siempre la leche caliente por las mañanas; siempre con nata flotando en la superficie.
Me acuerdo de la fina y compleja red, encima de la cama del pueblo, que presagiaba una araña que únicamente se me aparecía en sueños, enorme, persiguiéndome.
Me acuerdo de que de pequeño quería ser presidente de la nación (poco podía imaginar que lo único que iba a presidir era mi propia rutina).
Me acuerdo del mendigo que fotografié, recostado en una columna bajo los soportales de la Plaza Mayor, mientras permanecía ajeno al frío diciembre, con la mirada ausente y su mano derecha sobre una gran botella de cerveza.
Me acuerdo de aquel día en que la ciudad pasaba veloz junto a los cristales del coche, mientras yo, a pesar de continuos esfuerzos, apenas podía recuperar los rostros de aquellos a quienes creía querer, la dirección completa de casa, mi propio nombre…
Me acuerdo de una foto en el campo en la que mis piernas pequeñas y regordetas formaban un perfecto ángulo de 90º, mientras hacía rodar un balón ataviado con una improbable indumentaria de futbolista: gorra con visera beige, mono corto a rayas beiges y marrones, zapatos blancos con hebilla.
Me acuerdo de los grandes puros habanos que fumaba mi abuelo en las ocasiones especiales; hasta que un día creyó ver el rostro de la difunta bisabuela en el humo y ya nunca más volvió a fumar.
Me acuerdo de aquellos zapatos marrones, de gruesa suela corrida de goma, con borlas en el empeine que tanto detestaba y que mi madre tan a menudo me obligaba a calzar “porque protegían de la lluvia”.
Me acuerdo del MG, con su carrocería roja, desvaída y oxidada, cruzando la infinita meseta castellana mientras mi padre juraba que detrás de la siguiente montaña ya se encontraba la capital.
Me acuerdo de las dolorosas inyecciones en el trasero que supuestamente me iban a sanar de todos mis males, y lo único que conseguían eran dejarme cojo por el resto del día.
Me acuerdo de las gotas blancas que con el balanceo se derramaban de la gran lechera de aluminio bruñido, bajo un tórrido sol de sobremesa estival, mientras caminaba los interminables kilómetros de vuelta a casa de los abuelos.
Me acuerdo de “el libro gordo te enseña, el libro gordo entretiene, y yo te digo contenta hasta el programa que viene…”
Me acuerdo del blanco intenso de una herida, que de tan profunda creía hueso, tras caer de la bici sobre un montón de piedras, y de cómo llamaba a gritos a mi madre.
No me acuerdo de nada, pero prácticamente de nada de mi vida en Suiza, excepto de un saco lleno de abejas al principio de un verano, en la parte de atrás de la casa. Y también de la nieve, muy abundante, en el camino de entrada al jardín (aunque quizá sean recuerdos inventados).
Me acuerdo de un doloroso balón que inesperadamente se estampó en mi cara, lanzando las gafas a varios metros de distancia, produciendo a partir de entonces un persistente malestar a medida que se aproximaba la hora de la clase de gimnasia.
Me acuerdo de los chicles Cheiw sabor fresa ácida de 2 pesetas que, efectivamente, eran el doble de grandes y sabrosos que los de 1 peseta.
Me acuerdo de una regia plaza bien asoleada y de una cola larguísima, que acababa frente a una caja de madera oscura donde un señor muy mayor y muy tieso reposaba, con los ojos cerrados.
Me acuerdo de los gruesos y nada elásticos calcetines de lana beige o azul eléctrico que mi abuela tejía primorosamente para mí, a fin de que no pasase frío en invierno, y que yo, obviamente, sólo llevaba puestos dentro de casa.
Me acuerdo de Catherine Deneuve, pálida, bellísima, en “El Ansia”, intentando seducir a una joven e ingenua Susan Sarandon.
Me acuerdo de una foto (circa 1975), con mi primo el italiano en la escuela del pueblo, frente a un descolorido mapa de una España aún indivisa, en el que se podían distinguir Castilla La Vieja y Castilla La Nueva.
Me acuerdo de la frase que a menudo pronunciaba mi profesora de lengua gallega en el instituto cuando entraba en clase: “Eiquí cheira a humanidade”.
Me acuerdo del olor a hierba húmeda y de la sensación de calor intenso en el criadero de conejos que mi abuelo había instalado en la antigua capilla de la casona familiar.
Me acuerdo de haber asegurado en incontables ocasiones que “yo apenas tengo recuerdos”.

(Ejercicio de Escritura Creativa, Taller de Relato Breve Fuentetaja)

martes, 5 de enero de 2010

No te salves


No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma

no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios

no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana

y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo

(no te salves, m.benedetti)

Parecido razonable



La niña cruza la plaza con los pies descalzos. Mira hacia la izquierda, donde debiera estar la iglesia. Ésta se encuentra sin embargo a su derecha, justo donde tendría que hallarse el río. Tal vez es el río el que ha cambiado de lugar. No puede recordarlo, se siente desorientada. Ignora de dónde procede, así que sigue caminando en línea recta. La iglesia habría de estar a su izquierda, de eso está segura. Apenas puede recorrer en su memoria el espacio que la rodea para intentar definir sus límites. No sin esfuerzo, puede discernir algún sonido, un susurro, un incierto olor a cera quemada.
Los faroles la deslumbran, sus luces son en exceso brillantes para ser sólo unas lamparillas callejeras cuya función es acotar los contornos de la plaza, dejando los espacios entre ellas en sombra. Pero todo lo que alcanza a contemplar está perfectamente iluminado. Nada se encuentra en penumbra o a media luz. Excepto el espacio detrás de las farolas, que es oscuro y denso. A medida que se aproxima hacia ellas, se achatan, hasta quedar casi a ras de suelo. No puede ver nada porque la luz es ahora demasiado intensa y el calor la sofoca y aturde. Los sonidos se acrecientan, los susurros se han convertido en murmullos y éstos en voces. Sigue caminando.
Las voces se oyen con mayor cercanía pero no comprende lo que dicen, pues se mezclan y confunden. Gira a su izquierda y cruza el pequeño puente de madera para dirigirse hacia las luces más alejadas. La construcción tiembla como si su estructura fuera frágil y quebradiza, traicionando la solidez aparente de sus gruesos troncos. La balaustrada que parecía sólida y áspera se estremece al contacto de su mano y es rugosa, pero no araña su piel. La bóveda de árboles sobre el puente pierde volumen y espesura. Las luces están ahora muy cerca y las voces también. Se siente desvanecer levemente, las piernas tardan en responder y sus pasos son indecisos, temblorosos.
Puede imaginar su propio reflejo en la oscuridad detrás de los faroles en los que arden innumerables velas. La noche semeja un cristal nítido e indescifrable. Ella no es más que una figura diminuta y solitaria en la gran plaza; el vestido estampado en tonos tristes, el pelo ondulado, de un dorado sucio, cayendo libremente sobre el rostro y los hombros. Cree mirarse a los ojos en su propio reflejo, pero son otros ojos los que la persiguen y escrutan mientras avanza. Voces que ahora sí le gritan, que por fin distingue: vamos, habla, di algo, te has quedado muda?
Qué pretenden que haga? Qué quieren que diga? Desea regresar y refugiarse tras la cortina, pesada e impenetrable como la noche, que oculta la entrada por la que accedió al escenario. Esconderse allí y esperar a que las voces se diluyan y todo vuelva a quedar en silencio.

ovillos



mientras devano la memoria
forma un ovillo la nostalgia

si la nostalgia desovillo
se irá ovillando la esperanza

siempre es el mimo hilo

(m.benedetti, ovillos)

el juego (los sentidos)


23.20. El traqueteo incesante, amortiguado por el murmullo de las conversaciones, se detuvo apenas unos instantes y un breve intercambio de permanencias y ausencias se produjo en Charles de Gaulle-Étoile. Varios turistas japoneses salieron, otros entraron en el vagón pertrechados con sus cámaras y sus carteras, repletas de francos y siempre bien a la vista. También accedieron al interior una gran mamadou africana con su turbante multicolor de varios pisos y una mujer árabe envuelta en un negro shador, pero no pude reconocer ningún rasgo familiar. Debió de ser ahí sin embargo, en medio de la confusión, en ese aire quieto que rezumaba verano y humanidad, donde se incorporó al metro. No fue hasta Franklin D. Roosevelt que pude por fin reparar en ella. El tren, como casi siempre a esa hora, se vacía de extraños y asiduos, el ambiente se torna más respirable y las conversaciones se atenúan. Al marcharse la mujer del shador, por fin alcancé a tener una vista más o menos despejada del resto del vagón y allí estaba, de pie junto al siguiente grupo de asientos, a unos dos metros de distancia. La cabeza ligeramente ladeada para escuchar mejor la conversación de su acompañante, pero la mirada perdida en un punto inconcreto que parecía estar muy cerca de mí. Él le hablaba muy cerca, pegado al oído, como si pronunciara palabras únicamente para ella. Ella sonreía con la discreta ligereza de la Lisa Gherardini de Miguel Angel, con el gesto breve que sólo se aprecia cuando uno la observa de un modo periférico, como ella misma parecía hacer conmigo. Se apartó un mechón con un ademán relajado, o quizá indiferente. El cabello de Lisa era rojo intenso, broncíneo, en contraste con su piel blanca. Blanco era también su vestido de tirantes, que dejaba al descubierto una clavícula bellísima de la que pendían unos hombros salpicados de pecas que no contribuían sino a acentuar su belleza. Uno de los tirantes se había deslizado por aquella redondez, sin que esto pareciera importarle demasiado.
23.29. Las puertas se abrieron nuevamente en Champs Elysées-Clemenceau e inocularon una ráfaga de aire fresco, y con ella un aroma nuevo y diferente a los que ya había identificado en el vagón. La esencia ahumada que emanaba de la camisa de trabajo de mi compañero de asiento, mezclada con la transpiración acumulada de otro caluroso día de julio, había conseguido saturarme hacía rato. Como también lo había hecho el olor a microfibra largo tiempo olvidada que desprendía la mamadou, apenas eclipsado por los efluvios que se originaban en su propio turbante contagiado de esa loción viscosa que alisaba o tal vez definía aún más sus rizos. Percibía también la esencia de curry, depositada en sucesivas capas imposibles ya de borrar ni enmascarar, que despedía el oscuro hombrecillo sentado frente a mí, a la derecha, cada vez que se agitaba en ademanes excesivos para atraer la atención de sus compañeros de los asientos contiguos. Una vez abiertas las puertas y apaciguado el vagón, esa ráfaga trajo consigo una fragancia hasta entonces no clasificada en aquel limitado microcosmos, pasó de manera dulce sobre ella, la envolvió, y me regaló una esencia que no traía notas florales y previsibles, como hubiera sido de esperar en una joven tan hermosa, ni siquiera ecos de agua perfumada o de campiña húmeda. No. Era algo tierno y exquisito, que susurraba, que emanaba de ella, algo que daba ganas de aspirar sin descanso, hasta desfallecer. Una de esas fragancias que es necesario engullir, devorar hasta saciarse. Un aroma que recordaba a la harina recién horneada, a la miel derramada por algún experto pâtissier sobre una de sus primorosas creaciones, a la canela pródigamente espolvoreada sobre un bocado de delicatessen como los que se exhiben en las vitrinas de la rue du Temple. Una esencia delicada y apenas perceptible que culminaba en un levísimo matiz afrutado que le otorgaba una nota última e irrepetible de frescor, de sosiego.
Regresé del éxtasis y busqué sus ojos, que ahora notaba más cerca y pude sentir, quise sentir, que me miraban a pesar de que parecían concentrados en algo que me rodeaba, más que fijos de un modo concreto en mis pupilas. Eran unos ojos de un color gris vagamente violeta, casi podría haberlo jurado a pesar de la distancia. Esa mirada entornada de Ofelia prerrafaelita que uno no sabe, por más que indaga, si yace o si reposa sobre las quietas aguas del estanque. Parecía observarme, pero al tiempo traspasarme, y esa incertidumbre en la diana de su mirada me producía una desazón que acrecentaba el ansia de acercarme, de hacerme notar, de que dejase de hablar con su joven acompañante. A veces él rozaba su mentón con la mano derecha, para atraerla hacía sí, sin estar nunca a menos de cinco centímetros de sus labios, pero tampoco mucho más lejos, intentando sin duda retener el aliento de ella.
Lisa, Ofelia, hazme alguna señal para que me acerque, le dije pausadamente, con los labios apenas entreabiertos para que nadie más que ella pudiera percatarse; olvida a ese infeliz que no te conoce, que no te merece, continué sin pronunciar sonido alguno, y muéstrame el camino. Por un instante me pareció que volvía a reparar en mí, aunque de un modo irrelevante, ya que la mirada se escurrió de inmediato y yo mismo no hubiera podido asegurar que captó el mudo mensaje, pues continuó charlando distraídamente con el chico. En ese momento resultaba cruel, como la Judith que seduce, embriaga y engaña al bravo Holofernes hasta hacerle perder la cabeza. No cabía duda de que Ofelia o Lisa o Judith era seductora de un modo intrínseco, sin proponérselo. Sus ademanes, sin embargo, parecían honestos. Su mirada ausente, que vagaba a mi alrededor, dentro de mí, me devolvió a ella, acrecentó el ansia de sumergir mi rostro entre sus largos cabellos rojizos, junto a su mejilla. Sentí que podría permanecer allí, acurrucado en la frondosidad acogedora de sus rizos, durante el resto del viaje, durante toda la vida. Susurrarle al oído, te amo, te amo y puedo ya imaginarlo todo junto a ti. Sentir sobre nuestros cuerpos insomnes el sol inaugural de la mañana, que despejará la oscuridad en todos los recovecos de la pequeña buhardilla de la place d’Anvers. Notar la dulce presión de tus manos sobre las mías, gesto cómplice que acabará por fin con la soledad.
Prochaîne arrêt: Concorde, correspondance avec des lignes huit e douze…
23.38. La curva que precede a la parada me devolvió al metropolitano, al perpetuo vaivén. De pronto alguien que había pasado de un vagón a otro a través de la portezuela del extremo situado a mis espaldas, se sentó precisamente delante, ocultándome la más esperanzadora visión de la que había podido disfrutar en mucho tiempo. ¡Casi todos los asientos estaban libres, pero el sujeto se había sentado justo en frente! Me fijé en él y comprendí de inmediato sus razones. En un equilibrio precario conseguía yacer medio recostado sobre el asiento, y al tiempo mantener entornada, con una pierna larguísima y flacucha, la puerta de acceso al vagón contiguo, que se abría en nuestra dirección. Así podía disimular el fuerte olor que desprendía el porro que se estaba fumando. En apenas unos minutos había pasado de anticipar por fin un amanecer silencioso, a la más grosera realidad. Unas cuantas rastas rebeldes habían escapado de su gorro de lana tejida a mano en el que parecía haber insertado a presión su cabellera sintética, ya que era un extraño sucedáneo de rastafari suburbano.
--- Perdone, le importaría apagar eso y cerrar la puerta, el aire del túnel está todavía más caliente que el de aquí adentro… --- le espeté en un tono que pretendía ser seco y contundente, pero que resultó algo aflautado por la tensión. Aún así, procuré no llamar demasiado la atención de los pocos viajeros que quedaban en el vagón, pensando en ella. Todavía no era el momento de ser protagonista. Aún no estaba listo.
Ni se inmutó. Seguía inhalando con avidez los efluvios del canuto, ahora casi extinto, y meneando rítmicamente la pierna y con ella, la portezuela.
--- Disculpe ---grité bastante más alto---, le he pedido por favor que apague el cigarrillo ya que aquí no se puede fumar y además el aire es irrespirable con tanto humo, ¿no ve que se queda todo dentro?
Nada. El descomunal gorro seguía ladeándose al compás del traqueteo del convoy. Entonces estallé por dentro, apreté los puños y sentí como se me encendía el rostro. Me hubiera gustado gritarle: ¡oye, bob marley de pacotilla, que apagues ya el maldito porro y cierres la puerta de una vez, carajo!, para luego cogerlo del cuello y zarandearlo sin piedad hasta que suplicase, sí señor, lo siento señor, discúlpeme, hubiera debido apagarlo antes de entrar, no pensé que le iba a molestar...
Entonces sucedieron varias cosas de modo casi simultáneo: el tren entró en la estación de Tuilleries, desacelerando un tanto bruscamente, por lo que estuve a punto de perder el equilibrio. El rastafari se puso en pie de un salto sorprendentemente ágil para su escurrida anatomía, me esquivó en el aire casi sin rozarme, y en dos zancadas alcanzó la puerta. Fue entonces cuando reparé en los auriculares que colgaban de sus perforadas orejas y que habían permanecido ocultos bajo las rastas y el gorro. Pude además comprobar que ella ya no estaba en el asiento posterior, ni su acompañante tampoco.
Sorteando a los pocos viajeros que accedían al vagón en ese momento, me dirigí con ánimo expectante hacia el fondo, donde me parecía haber visto un destello de fuego. Lisa, Judith, Ofelia estaba sentada junto a la última puerta, con las manos apoyadas en el regazo, sobre su bolso, y la mirada distraída en los anuncios del otro andén. Me senté justo en frente esta vez. La distancia entre asientos en esa zona del vagón era mayor, pero no tanta como para no ser percibido con relativa facilidad. Supuse que su amigo debía de haberse bajado en Concorde, y estaría ahora remememorando sus labios, sus ojos, su aliento. Pensé que aquél hubiera sido un buen momento para escribir algo sobre ella, suele apaciguarme, especialmente tras un momento de tensión como el que acababa de sufrir. Normalmente la selección resulta poco compleja, ya que el resto de mujeres en el vagón suelen ser tan anodinas como anodino y repetitivo es el viaje dos veces al día entre Bastille y La Dèfense, y vuelta. Elijo por fin a la candidata y redacto en un papel o en la memoria mi puntual elogio, mi estrategia. Lo hago mientras permanezco sentado muy cerca, una vez dentro del tren, tras perseguirlas por el andén cuando descienden, después de correr tras ellas por los interminables pasillos y las veloces escaleras automáticas de un transbordo entre líneas o las pasarelas de un conmutador de cercanías. A veces me sonríen, les divierte saberse elegidas. Me permito entonces abordarlas y presentarme, agradecer y alabar su mirada, su sonrisa, que me han proporcionado el arrojo suficiente para poder acercarme y vencer mi timidez compulsiva. En ocasiones tartamudeo, porque se me agolpan demasiadas ideas en una sola frase, y no pueden salir todas a la vez. Debo parecer un poco torpe, algo desaliñado, incapaz de sostener por más tiempo sus miradas que se tornan incrédulas. La mayoría me consideran inofensivo, un poco trastornado tal vez. Se disculpan en seguida porque llegan tarde al trabajo, porque tienen que recoger algo con cierta urgencia en algún lugar, porque las esperan en casa o en un café desde hace rato. Y se pierden con paso rápido entre la gente. Otras me desafían, con rostro altivo, conscientes de mi acecho, de mi interés, habituadas a sentirse observadas, hastiadas de ser perseguidas. Me siento entonces incapaz de emitir sonido alguno. Soy vulnerable y pequeño, vuelvo a ser un niño solo, en un juego en el que nadie quiere participar. Regreso entonces a casa, me refugio en el altillo y confío en que esa noche podré dormir. Sé que sus rostros desafiantes estarán esperándome, riéndose de mí, negándome el sueño, burlándose una vez más. Volverán otros tantos rostros que me han perseguido desde niño, en la escuela, en los juegos, en la clase de gimnasia, en las reuniones familiares, en la oficina, en un trabajo anterior. A lo mejor esta vez es diferente. Merece la pena intentarlo. Su mirada es especial, es seguro.
Mi estación se encontraba cada vez más cerca. Regresé a Ofelia, a Lisa, a Judith. Contemplé mi reflejo en el cristal, justo entre su silueta y la de una diminuta mujer de rasgos indochinos que apestaba a jengibre, lo podía oler desde mi asiento. ¡Creo que me está mirando de nuevo! El tren está a punto de enfilar ya la estación, Bastille por fin y por desgracia. ¿Y si no se levanta, y si permanece sentada porque continúa hasta Gare de Lyon? Es un gran cruce de líneas, puede que vaya a realizar allí cualquiera de las combinaciones posibles, y desaparezca para siempre. Quizá ya no vuelva a cruzarme con ella. Puede que se haya quedado hasta aquí por descuido, o por algún motivo concreto que no se repetirá. O tal vez esté de paso en París y ya no vuelva a verla. Algo me dice que es ella. Julianne, Catherine, Isobelle, Anna, Maryse. No importa el nombre, únicamente el deseo de que esta vez sea diferente, que me conceda conocerla, hablarle de mi cálculo de probabilidades, de que si no es ahora, puede que ya no vuelva a ser. Quiero llevarla a casa y quedarme dormido a su lado. Dormir una noche entera, no pido más. Parece inquietarse, como si intuyera que la estoy escrutando, resolviendo, anhelando. A lo mejor he vuelto a parpadear con el ojo derecho y lo ha notado. Es apenas un leve temblor inesperado, pero si me ha mirado, se habrá dado cuenta. Se prepara para iniciar el ritual cuando el tren se detenga. Se alisará el vestido y se colocará el bolso en el hombro, sujetándolo con el brazo. Se apartará nuevamente el mechón de la frente y lo colocará a un lado, mientras se mira en el cristal para comprobar que todo sigue en su sitio. Puede que ni siquiera repare en mí y su mirada me rodee, convirtiéndome en algo insignificante mientras espera a que se abran las puertas.
23.54. Ofelia, Lisa, Judith, abre el bolso, rojo intenso como su cabello, extrae un palito pequeño y blanco, de algo más de una cuarta de largo. Con unos pocos movimientos de sus dedos hábiles lo transforma y extiende hasta que cuadruplica su longitud. Tantea el aire frente a sí con el bastón y en un movimiento continuo y fluido, se levanta, se gira y cruza el umbral de nuestro destino. Tengo una breve visión a través del cristal de su rostro ya borroso, de sus ojos de presunto color violeta. Un instante más y desaparece escaleras abajo en el andén. Las puertas se cierran sin que yo haya podido siquiera reaccionar. En frente, la petite chinoise me observa y se sonríe. Regresaré andando a casa desde Gare de Lyon. Espero que el comprimido me haga efecto en seguida y pueda dormir, aunque sólo sea por unas horas. Necesito dormir para borrar esas risas que me acusan.

sombra de ayer