martes, 5 de julio de 2016

La noche de fuego

Las bombas habían dejado de caer en el norte de la ciudad, sobre los viejos bulevares. Los aviones tenían predilección por esa zona, la más poblada. La más pobre de también. Nido de ratas, cuna de rebeldes y apóstatas, habían dictaminado los herejes invasores. Su misión parecía ser perfeccionar el mundo. Nuestro mundo. No se veían pájaros dibujando círculos en lo alto. Se fueron, del mismo modo que lo hacían cuando aún emigraban hacia el sur huyendo del frío. Eso fue antes de que verano e invierno se pareciesen de un modo átono y sucesivo, sin estaciones intermedias. La imagen última que me viene a la cabeza es de hace un año quizá: un cuervo escuálido, persiguiendo a otro, intentando arrebatarle del pico un trozo de algo informe, algún despojo de pescado podrido tal vez. Desde entonces el cielo está limpio de aves, no más danzas ni graznidos. Si exceptuamos los rituales rectilíneos de aquéllas que dos o tres veces al día, en un discurrir silencioso y eficaz dejan caer sus pesadas cargas sobre la capital, sobre lo que queda de ella.  Cargas voraces que consumen sus postreras entrañas.

Ven con nosotros al norte, había dicho Hakim, cruzaremos el estrecho y podremos refugiarnos en el archipiélago. Quizá logremos alcanzar alguno de los barcos que van hacia el continente, allí estaremos a salvo… Sabía que no era cierto. Él también lo sabía, pero decidió marcharse con ella de todos modos. El estrecho estaba vigilado día y noche. Los últimos barcos de refugiados habían partido hacía semanas. Nunca nos dejarían salir del país. El estigma de nuestra tez oscura nos delataba sin remedio, nadie se atrevería a prestarnos ayuda ni refugio. Sólo restaba esconderse y esperar.

Hacía tiempo que había dejado de tener miedo. Al principio me despertaba sudando, en la noche quieta, confundiendo sueño y vigilia. Entonces se oía de nuevo el sonido sordo y real, la llamarada inmediata, el estruendo. Luego gritos y quejidos. Después, más silencio. El miedo nos encerraba en nuestras casas, en el olvido, en la pequeña muerte del que calla y espera. Salíamos a la calle para buscar entre los escombros restos de alimentos, alguna ración perdida, un pedazo atrapado en una mano que se cerró y no volvió a abrirse. Perseguíamos ratas atontadas por las explosiones, incapaces de escapar del acecho constante de miles de ojos hambrientos. Los víveres procedentes del continente habían dejado de caer hacía semanas. El bloqueo era total y nada excepto nuestros propios aviones, convertidos en verdugos sin ojos y sin memoria, sobrevolaban esta decadencia. Ni siquiera salíamos a cielo abierto. Habíamos empezado a masticar trozos arrancados de los pocos sillones de piel que quedaban, a hervir tallos de bambú amarillentos, a comer entre náuseas los restos de comida que aparecían detrás de un mueble, olvidados en los rincones de las alacenas. Pieles secas y consumidas colgaban sobre nuestros esqueletos. Queríamos sin embargo permanecer, aguantar hasta que sucediera algo. No sabíamos si nuestro final o el final de esta demencia auto infligida. El instinto de pervivencia debiera haberse extinguido como la ciudad misma; pero al igual que ella, sin razón alguna, permanecíamos erguidos, entre las ruinas de nuestra propia cárcel.

Mira, al otro lado del río parece que se han apagado las llamas, dijo Anna, quizá sea una señal.
Arderán nuevos fuegos y acabarán con todo, con todos nosotros, sentenció el anciano, mañana, tal vez esta misma noche. Sólo será necesario un instante y después ya no habrá nada más. Ojalá sea esta noche porque no quiero… no puedo soportar…
¡Cállate de una puta vez, viejo!, le espeté, siempre igual, ya no puedo más. Después de todo lo que hemos hecho por ti. Así nos lo pagas, siempre con esa retahíla de presagios y lamentos. Siempre quejándote ¡Ya está bien!… Márchate si quieres, pero déjanos en paz. Abre la maldita puerta y lárgate, seguro que puedes llegar hasta la plaza, aunque sea arrastrando esa pierna inservible. ¡Allí serás un blanco fácil y ya no tendrás que esperar más!

Cuando se apaciguó el eco de los gritos en el hangar, pudimos distinguir el silbido, un susurro. El estruendo que se parece tanto al silencio, porque no hay nada fuera ni dentro de él. La luz absorbiéndolo todo. Y luego, nada. Ya no estaban Anna ni el viejo. La mitad del recinto había desaparecido por completo, y con él mis últimos compañeros de espera. El edificio había quedado expuesto a la intemperie, ya no era un buen refugio. La herida abierta en mi mano derecha sangraba en abundancia. Hice un torniquete y la limpié como pude. Busqué otro lugar donde esperar, un recoveco en un edificio medio derruido, desde el que todavía se podía observar el otro lado del río, la casa de gobierno y los ministerios, casi tan ruinosos como el resto de la capital. Eso fue después de desalojar por la fuerza a esa fulana y su bebé que creía haber encontrado allí también un escondite seguro para pasar la noche; ningún avión malgastaría su carga sobre un montón de escombros humeantes.
La noche caía lentamente en aquellos últimos días de verano, cubriendo la ciudad con su negro homogéneo, concediendo uniformidad y reparo a la ciudad destruida, escondiendo por unas horas nuestro presente. Solo unas llamaradas en la distancia alertaban de que la realidad nos perseguiría nuevamente al amanecer.
(Continuará...)

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